Desobediencias

Diseño a cargo de La máquina de contar

— Levántense y salgamos rápido de acá, nos están siguiendo —susurró María mientras tomaba mi mano.

Sin comprender lo que pasaba nos pusimos de pie y dejamos un billete de $500 sobre la mesa cuando, en realidad, habíamos gastado menos de $200 en tres tazas de café negro. No había tiempo para preguntas. 

Nuestros perseguidores esperaban enfrente a que el semáforo detuviera el tránsito por un instante. No nos quitaban los ojos de encima y podíamos ver que hablaban entre ellos.

Con el dedo índice y una rápida mirada al mozo, dejé ver que la cuenta estaba paga y el cambio era suyo. Salimos del viejo bar de San José y Río Negro encabezados por Julián, el más mesurado de los tres.

— ¡Vamos ya! — gritó Julián, mirando por encima de su hombro.

— Tenemos que separarnos — sentenció María.

Julián y yo asentimos con un leve movimiento de cabeza. La adrenalina tomó el control de nuestros cuerpos.

— ¡Taxi! — grité ansioso.

Nuestro protocolo priorizaba a María. Sabíamos que nosotros éramos prescindibles, ya que ella era el contacto directo con las más altas esferas de nuestra organización.  La vimos subir al taxi y, rápidamente, comenzó su actuación. Según el plan, debía simular que era víctima de acoso: en los tiempos que corren, es la mejor forma que tiene una mujer para que la saquen rápido de cualquier lugar. 

Tal como pretendíamos, nuestros perseguidores se dividieron: uno comenzó a correr el taxi, mientras veía cómo el coche que trasladaba a María desaparecía en el tránsito montevideano. Los otros tres no nos perdían de vista. El tiempo que habíamos compartido con mi compañero de acción nos permitió entendernos sin palabras. Apresuramos nuestros pasos buscando un lugar donde poder desaparecer a sus ojos.

Al doblar en la esquina de Ejido vimos un viejo edificio que tiempo atrás era un hospital. Entramos, sin dudarlo, pensando que sería un buen sitio para escondernos:  hoy funcionaba un cibercafé donde los jóvenes se reunían para jugar en red. Se encontraba abierto las 24 horas, olía a encierro y sudor adolescente; en las noches húmedas el aire espeso y el suelo jabonoso lo transformaban en un sauna repleto de pestilentes vapores humanos. 

La estructura del ciber era exactamente la misma que cuando funcionaba como hospital.
Por algún motivo, económico o edilicio, los dueños no habían invertido en tirar paredes abajo, quitar puertas ni unificar ambientes; sino que habían aprovechado las viejas salas de espera como punto de reunión para los jugadores ocasionales, y tenían reservadas para los clientes asiduos las más alejadas de la mirada de los demás. Eso era justamente lo que necesitábamos. Entre los espacios más codiciados estaban los de internación, cuidados intensivos y quirófanos.

Lo que no podíamos prever era que todo estaba intervenido: la sala de espera estaba llena de personas con el mismo corte de pelo, mirando sus pantallas, pero atentas a nuestros movimientos rumbo a los quirófanos.

—Acá hay algo que no me gusta, Mono. ¿Por qué no salimos por el fondo? — me dijo Julián con un tono de preocupación que jamás había escuchado en él. 

—Sigamos el plan y que no se note que estamos cagados hasta las patas.

Luego de caminar por distintas habitaciones, simulando que buscábamos dos computadoras libres, una junto a la otra para tener la mejor coartada que nos permitiera atravesar el edificio, sentimos que alguien nos gritaba. 

—¡Hey! ¡Ustedes dos! ¡Vengan por acá!

Julián tomó mi brazo y comenzó a jalarme hacia el lado del cual provenía la voz. Yo hubiera preferido alejarme.

—Quedamos regalados, Mono, no te vayas o nos descubren. — susurró Julián mientras mi brazo se relajaba cediendo a su pedido. 

—¡Por acá, muchachos! Les conseguí lo que estaban buscando. — dijo la voz del encargado del local. 

Caminamos lentamente y nos ubicamos en las máquinas que nos indicó, una junto a la otra. Debíamos intentar contactar a María, pero este no parecía ser el mejor lugar para hacerlo. Al poner el celular sobre el escritorio vi una notificación que decía: “Encuentro en A 1509”. ¿Qué podía ser ese mensaje? Acerqué el teléfono a mi compañero que observó la pantalla y me miró con extrañeza, ninguno de los dos sabía lo que significaba y no estaba en nuestro protocolo. Suponíamos que el mensaje había sido enviado por María, pero no teníamos forma de comprobarlo; también podía ser una trampa que nos haría fracasar en nuestra fuga. 

Mientras tanto, buscaba en la web el significado de ese código. Aún no podía creer la situación en la que nos encontrábamos y no podía dejar de observar la particularidad de que todas las personas en el ciber tuviesen el mismo corte de pelo. A cada instante tenía la sensación de estar dentro de La Matrix. Cuántas veces he sentido que vivo en un lugar donde las personas se esfuerzan por encajar y esa tarea los obliga a mimetizarse, los hace perder su propia identidad. Es cierto que estamos en un tiempo de multiculturalidad y masificación, que la hiperconectividad acelera las modas y la gente llegará a utilizar la ropa del verano europeo en estas latitudes con noches de temperaturas bajo cero, solo por verse bien. Pero esto parecía demasiado, esto era algo más, tenía la sensación de estar soñando, alucinando o en una gran trampa. Aunque la última de las posibilidades fuera la más cercana a la realidad. 

— Mono, acá encontré algo. Es María.

—¿Dónde está? Decime que tenés una dirección. 

Al instante de haber realizado la pregunta, nuestros monitores se apagaron y todas las miradas se dirigieron a nosotros. Mis ojos giraron hacia el mostrador del encargado viendo cómo este les daba indicaciones a dos hombres que miraban justo hacia nuestras sillas. 

—Rajemos. Nos encontraron. — susurré al oído de mi compañero de fuga.  

Rápidamente, nos levantamos y caminamos hacia el fondo. Allí se encontraban las salas reservadas para los grupos que jugaban en red. Mientras avanzaba, no podía creer el estado ruinoso de las instalaciones. Podía ver sin mayor dificultad los caños de agua, los codos de las cañerías en las esquinas que unen paredes y techo. El olor a humedad era insoportable, las salas del fondo tenían menos circulación de aire que las de la entrada y el aroma nauseabundo empezaba a descomponer mi estómago. 

—Están cada vez más cerca. Hay que perderlos. — dijo Julián buscando dominar la situación, pero con la voz visiblemente quebrada. 

Doblamos a la izquierda en una habitación y rápidamente encontramos una puerta abierta. Al entrar no logramos ver nada. Mi piel se estremeció ante el significativo cambio de temperatura. Una mano golpeó mi pecho. En el mismo momento, un escalofrío corrió por mi espalda. 

—¿Qué hacen acá? — dijo una voz desde las penumbras de la habitación. 

—¿Quién sos? ¡Mostrá la cara! — gritó Julián. 

Un fuerte golpe en el estómago quitó todo el aire de mi cuerpo, dejándome encogido sobre mí mismo. Acá se termina, pensé. Luego de tanto tiempo trabajando en las sombras, de forma hermética, con compañeros que no nos habían traicionado nunca, experimentaba la sensación de que nuestra organización estaba corrompida, o al menos, tenía algún tipo de filtración. En mi mente comenzaron a circular cientos de rostros, personas que había encontrado en la calle, comerciantes, colegas, familiares en desacuerdo y hasta mis propios amigos. En cada uno de ellos encontraba un posible traidor, pero en cada uno de ellos, también tenía plena confianza. ¿Cómo podía ser que alguien intuyera nuestros pasos y estuviera allí esperando para golpearme?  Sentí un rápido movimiento a mi lado. Por el lugar del que provenía, supe que era Julián abalanzándose sobre la figura desconocida. Un nuevo golpe llegó a destino y la voz de mi compañero fue la que ahora retumbó en la habitación, dejando en evidencia que también había perdido el aire. Al comprender el enorme riesgo en que nos encontrábamos, perseguidos por una silueta que se erguía frente a nosotros, me moví hacia la izquierda buscando desorientar al agresor y evitar el cuerpo magullado de mi compañero. Por un breve instante supe que nuestro rival había retrocedido, la puerta entornada dejaba entrar un poco de luz y eso fue suficiente para revelar su identidad.

Abrí la puerta de par en par, consciente del enorme riesgo de que nuestros perseguidores encontraran el escondite compartido, ya que el movimiento brusco llamaría la atención de cualquiera. El rostro que se reveló ante mis ojos era más que familiar. Julián se recuperaba del golpe y también se sorprendió al reconocer a nuestro agresor. 

—¡Gonzalo! ¿Qué hacés acá? — interrogué acercando mi boca a su oído mientras lo tomaba por el buzo.

—No me llames así, me dejas regalado. Ya sabes que soy el Oso. — respondió. 

Después de tanto tiempo se habían vuelto a juntar el Oso, el Búho y el Mono. Unos sobrenombres que habían surgido sin querer, pero que habían perdurado lo suficiente hasta convertirse en nuestras propias identidades. 

La situación se volvía por demás extraña, el tiempo nos jugaba en contra y tan solo nos quedaba huir del antiguo hospital.

—Ahora sí que se pone bravo para que no nos vean, mirá el tamaño que tenés, Oso — comentó Búho desde el rincón, mientras terminaba de incorporarse. 

—Es la ventaja de no vivir a lechuguita. Decime que te dejaste de joder con eso de ser vegetariano, Búho. Si nos salvamos de esta, hacemos un buen asado en casa, yo invito. — respondió Oso, con su típica ironía.

—Muchachos, perdón por arruinar el momento. ¿Qué les parece, si buscamos la forma de salir de acá? —  comenté.   

—Tiene razón, hay que salir de acá— dijo Julián, el Búho, y se acercó a la puerta para reconocer el pasillo. 

Los sonidos en el exterior habían disminuido. Seguramente, los perseguidores ya no tendrían una clara referencia sobre nuestro escondite. Ahora que todo parecía en calma, debíamos encontrar el camino a la salida más cercana. 

—Vamos, está despejado. — ordenó Julián.

Avanzamos sigilosamente por el pasillo del antiguo hospital, apenas si se escuchaba el zumbido de los tubos de luz. 

—¿Tenés idea de qué significa “A 1509” — pregunté a Gonzalo.

—Sí, es un número de puerta. ¿De dónde lo sacaste? — me interrogó.

—Recibí un mensaje de texto con esa codificación. — respondí. ¿Qué significa la A

—Esa debe ser una calle en clave, pero es una clave muy básica. Debe significar algo para vos.

—¡Shhh! Bajen la voz un momento. Alguien se acerca. — interrumpió Julián. 

Las luces se apagaron repentinamente y comenzamos a correr sin mirar atrás. Los pasos resonaban por todo el pasillo.  Al girar en una de las esquinas a la izquierda, la dinámica fue otra. Llegamos a un ala del viejo hospital en la que se encontraban personas internadas. De pronto, el escenario del ciber café se vio alterado, la persecución pareció cesar ante nuestra estupefacción: una luz de tubo muy blanca iluminaba varias mesas en una sala, allí había personas de distinta edad dibujando y rayando hojas sueltas con lápices de colores. Por su comportamiento parecían enfermos psiquiátricos.

—Menos mal que se decidieron a volver, ya no podemos seguir con estas huidas suyas. — nos dijo un señor de un metro ochenta de estatura, calvo y delgado, aunque con un abdomen prominente. 

—¿Quién es usted? ¿Por qué nos busca? — alcancé a decir mientras todo a mi alrededor comenzaba a dar vueltas y sentía que mi cuerpo perdía sus fuerzas. 

Al instante vi cómo varios hombres vestidos de enfermeros se llevaban a Julián y a Gonzalo. 

—¡Búho, Oso, levántense, no se vayan! ¡Búho, Oso!— grité con mi último aliento, antes de caer desmayado.

Al abrir los ojos noté que estaba en una camilla, mirando el techo, la boca reseca y el cuerpo aún adormecido. Lentamente, moví los dedos de las manos, luego los dedos de los pies. Comencé a inclinar mi cuerpo hacia adelante y un fuerte dolor se manifestó en mi cabeza, sin dudas, había sufrido algún tipo de golpe. Resistí el mareo y pude sobreponerme. En mi mano izquierda tenía una vía conectada a un suero y una cinta con mi nombre. Definitivamente, había quedado fichado. Me levanté, caminé por toda la sala, llegué a la puerta y al mover el pestillo descubrí que estaba abierta. Salí al pasillo, anduve por allí durante largos minutos. Las ventanas están cerradas pero puedo ver que es casi el atardecer y la tormenta está sobre nosotros. Paso por la sala que vi antes de desmayarme pero no puedo reconocer a nadie. Unos pasos después giro al pasillo que va a la derecha, continúo, sigo avanzando y llego a la misma sala de estar en la que me desmayé. La confusión se vuelve cada vez más grande. 

Camino por todo el hospital y, aunque cambio el recorrido, siempre llego a la misma habitación y recorro el mismo pasillo donde me cruzo a las mismas personas una y otra vez. Hay una mujer gorda con bolsos en el piso, un muchacho que camina en calzoncillos bóxer azules y se ríe cada vez que ve a alguien, pero en ningún momento pronuncia una sola palabra. 

—La policía de la moralidad y las buenas costumbres nos persigue. Todos ellos son espías. — susurró alguien con el nombre “Julián” en la pulsera de su mano.

—No te conectes a tu mail, ni a ninguna red social, mirá que nos detectan enseguida, estamos marcados. — respondió desde la puerta entornada de una habitación un hombre grande como un oso, con el nombre “Gonzalo” en su identificador.

Traté de acercarme a ellos, pero uno cerró la puerta y el otro se alejó a toda prisa. Una chica con ojos brillantes me miraba desde la esquina de la habitación, justo en el lugar desde el cual se podía ver la enfermería como si fuera una pecera. Caminé lentamente hacia ella, intenté hacerlo con discreción, pero al acercarme me miró fijamente y dijo:

—Bienvenido, Mono. Te estábamos esperando.

—¿Podrías explicarme qué es esto y dónde estoy? — dije con mucha curiosidad y preocupación. 

—Claro que sí, estamos esperando a un amigo. Se llama Julián y pronto se sumará a nosotros. Esto no es lo que parece. Podemos aprovechar a pedir algo para tomar. 

—Mozo, tres cafés, por favor.— pidió la chica de ojos brillosos. 

Al mover su mano para llamar la atención del mozo pude ver que su identificador decía: “María”. 

—No sé qué pasa acá, pero no me gusta cómo nos miran esos tipos. — le comenté a María señalando la pecera. 

—Tranquilo, ya llega Julián y te ponemos al día. — explicó — ¡Mirá! Ahí viene.

—Buenas tardes. Disculpen el retraso. Llegó un mensaje de última hora y tuve que responderlo. Parece que el Oso no está en el lugar que debería. — comentó Julián para presentarse y excusarse a la vez. 

—No puedo creer que empecemos tan complicados. Oso debería esperarnos en el 1509, pasaje A. Esto no está bien, esto no está bien. — comenzó a repetir María. 

El mozo se acercó con la bandeja y las tres tazas de café, dejó el ticket en el pincho y nos lanzó una mirada sospechosa, cualquiera habría dudado de dos hombres que están en una mesa con una chica repitiendo casi sin parar “esto no está bien, esto no está bien, esto no está bien.”

—¿Me pueden contar cuál es la idea, cuál es el plan? — interrogué. 

—Luchamos incansablemente por la libertad, no importa el precio, no importa lo que nos pase, una y otra vez vamos a dar batalla. — dijo María, quien parecía ser la más instruida. 

—¿Y cuál es mi rol? — pregunté. 

—Mono, siempre lo mismo. Está todo listo. No te hagas el distraído, tenemos que estar concentrados. 

—Está bien, creo que descansé mal. Repasemos el plan. — respondí para dar tranquilidad a mis compañeros de mesa.

— Levántense y salgamos rápido de acá, nos están siguiendo — susurró María mientras tomaba mi mano.

Sin comprender lo que pasaba nos pusimos de pie y dejamos un billete de $500 sobre la mesa cuando, en realidad, habíamos gastado menos de $200 en tres tazas de café negro. No había tiempo para preguntas.

Explosiones de medianoche

explosiones de medianoche

La familia llegó temprano. Se veían distintos, de una forma especial, como casi casi nunca los había visto, unidos, sonrientes, sin conflictos. Esa noche todo parecía anormal. El aroma que llegaba de la cocina era un placer, podía reconocer el clásico pollo al horno, poco después, pasaron frente a mí las ensaladas que danzaban entre las manos de mis tías y mi abuela hasta reposar sobre la mesa. 

Repentinamente algo cambió, el perfecto ambiente en que vivíamos se esfumó. Las explosiones nos aturdieron, instintivamente me escondí bajo la mesa pero dudé de haber tomado la decisión correcta, la perra, que había tomado exactamente la misma decisión que yo, me observaba con una expresión temerosa, invitándome a protegerla, le dí un abrazo y sentí que el hogar se venía abajo. Los gritos se tornaron ensordecedores, un zumbido proveniente de mis oídos me desequilibró, la perra se apoyaba fuertemente contra mi cuerpo y las piernas de mi familia pasaban rápidamente de un lado al otro de la mesa, cuanto más rápido se desplazaban, más aumentaba mi horror, quería gritarles que se protegieran, que salieran del camino, las lágrimas recorrieron mi rostro, de repente, comencé a sentir que gritaban mi nombre pero, estaba tan aterrado que no podía moverme o pronunciar palabra alguna.  

Desde abajo de la mesa lograba ver el reflejo de todo lo que sucedía en la casa por medio de los vidrios que daban al patio, allí las explosiones de la calle tomaban cada vez más intensidad, no solo era el sonido, sino también el brillo de cada ráfaga que volvía realidad mis peores pesadillas, por un momento quise aferrarme al buen momento que estaba pasando minutos atrás, al encanto de la familia unida, en ese instante noté que el olor a pollo había desaparecido y la pólvora ganaba todos los rincones del hogar. 

Sentí temor, pánico, horror y cuando cobré conciencia de esas emociones, todo se resumió en un gran deseo de morir. En ese instante decidí que no podía seguir bajo la mesa, tenía que hacer algo, era el momento de descubrir el misterio, saber quién nos atacaba y principalmente, por qué lo hacía. Desde mi refugio bajo la mesa, besé a mi cachorra y me lancé corriendo a toda velocidad, cometí el error de mirar hacia atrás, esperando a que la perra me acompañara en lo que podía ser mi última gran aventura, pero ella me observaba con ojos aún más temerosos, aullando mientras me veía alejarme de lo que había sido nuestro bunker. 

Con cada paso que daba, volvía a escuchar los sonidos retumbar en el firmamento, los vidrios vibraban pero aún estaban allí, soportando cada uno de los embates, la casa, prácticamente a oscuras, se volvía de distintos colores por breves instantes gracias al reflejo de lo que sucedía afuera. En mi camino hacia lo que sería una batalla final, fui tomado por las axilas y esa fuerza me levantó en el aire como si las leyes de la gravedad hubiesen perdido vigencia repentinamente. Lancé golpes al aire gritando “¡Soltá, dejame ir, no me toques!”, el menor de mis tíos reía a carcajadas, mientras me llevaba hasta su hombro y me ponía colgando con la cabeza hacía atrás, yo temblaba en sus brazos. 

La puerta del apartamento estaba abierta y daba a un corredor oscuro y eterno, todo lo que veía eran sombras que se movían, siluetas frías que avanzaban como zombies en un mismo sentido, ellas iban a la calle, nosotros simplemente las seguimos paso a paso, sin molestarlas y sin que notaran nuestra presencia. En ese momento dejé de gritar, entendí que mi tío y yo caminábamos hacia nuestro destino. No podía parar de temblar, sentía frío mientras mis manos sudaban, las voces de todos los que allí se encontraban eran cada vez más lentas y graves como sonaban las viejas cintas de cassette cuando las pilas del walkman se agotaban, bajamos las pequeñas escaleras que nos separaban de la puerta de calle, algunos vecinos estaban allí, todos miraban hacia arriba, entre gritos y abrazos comenzaba a confundir a mi familia con los vecinos del barrio. 

Una explosión muy cercana causó un gran estremecimiento y mi tío me dejó en el suelo, mis ojos, llenos de lágrimas, solo llevaban un pensamiento a mi mente,  quería huir, la guerra estaba entre nosotros, gritos, llantos, explosiones. 

Era el fin del mundo que yo conocía.

En ese momento se acercó Alberto Lahore, el vecino del primer piso. 

—¡Feliz Navidad! — dijo. Mientras mi tío traía una bengala encendida para mí, comencé a llorar.

FIN

El clásico de la vida

Descolgala

Para mi abuelo Cacho

La historia tiene lugar en una de las tantas canchas de fútbol que existen  por el río de la plata.

Este dato no es menor, simplemente aporta una leve idea de las ideologías que rodean el episodio, ya que como sabemos, para cancha de éste popular deporte, en cualquier parte del mundo son suficientes:

A)   2 piedras para cumplir la función de palos.

B)   Imaginación y nunca un verdadero consenso para delimitar la altura del palo horizontal (travesaño) por el cual se formaran grandes debates del  tipo:

– Ahí no llego ni loco.

– Jodete por enano.

C) Este punto no es un requisito obligatorio pero aporta a la dinámica y hasta a la misma continuidad del evento deportivo, por eso es recomendable tener algún tipo de pared, portón o red con el fin de que en caso de superar de un pelotazo al guarda meta de turno (estamos al tanto de la existencia del formato en el que a cada gol se rota al mismo), el elemento pateado o cabeceado se detenga en la red, portón o pared y así evitar que termine bajo las ruedas de un elemento del transporte público o bien, en la ventana de una vieja pincha (lea bien, dice Pincha, con P) pincha pelotas.

D) Cumplidas los anteriores requerimientos de forma más o menos decorosa, consiga gente.

Una vez finalizadas las aclaraciones, sigamos adelante con el relato.

Durante el desarrollo de un importantísimo enfrentamiento algo así como la final de la copa del mundo pero a escala, bien podría ser un picadito de esos que juegan obreros de la construcción mientras el asado se prepara.

Los dioses del deporte habían determinado que el gol de visitante valía doble, por eso se jugaban partidos de ida y vuelta muchas veces el mismo día y comenzando el segundo juego a los 10 minutos de finalizado el anterior.

Un día se determinó que alguien debía vencer definitivamente y convertirse así en el campeón del mundo,  del barrio, del pueblo o del grupo de mozos (conocidos como “los arrastra sillas”) contra el gremio de cocineros (más representados por el nombre “los lava plato”).

El singular enfrentamiento llegaba a su fin con un frustrante empate a cero, los hinchas locales se ponían como locos.

Faltando algunos minutos para llegar al final del encuentro se dió la situación tan esperada por tantos y tan temida por otros.

Uno de los atacantes de los arrastra silla envía el centro largo para que su compañero escape por la punta. Recibe, domina y avanza hacía el arco, elude a uno, dos, tres defensores, se encuentra frente a frente con el arquero rival.

(Pausa dramática)

El guardameta lava plato tembló en su interior, pero sabía que no podía dudar un instante más o sus chances habrían desaparecido.

El atacante sin embargo tenía muy claro que cuanto más esperara para ejecutar más incomodaba al rival y su arte era el de contemplar para que lado se «jugaba» éste y así convertir en el palo contrario.

La gente se puso de pie, los otros jugadores se congelaron boquiabiertos, observando como aquella jugada parecía no resolverse más.

Un niño que miraba junto a su padre desde una tribuna muy parecida a una silla playera, alcanzó a gritar «¡¡¡Nos clavan comuaun zapato!!!»

El gran goalkeeper decidió tirarse con los dos pies al pecho del centro-forward, los ojos del atacante se salieron de sus órbitas, jamás había pensado que algo así podía suceder. No tuvo más que mover su pie izquierdo. El último defensor volaba por los aires rumbo a su pecho, conocedor de que luego del impacto la expulsión estaba asegurada.

Con la zurda, aquel protagonista del momento empujó la bola casi acariciándola, levantándola y dirigiéndola justo al ángulo donde quedaría viviendo junto a las arañas. El goleador levanto sus brazos dispuesto a recibir el impacto con los dientes apretados, sabedor de que el gol ya era parte de la estadística.

Para que contarles más, si solo la humillación llegó tan alto aquel día, el delantero pudo tirarse al suelo con una especie de efecto matrix y el arquero pasó de largo.

Mientras el festejo de gol dominaba el terreno de juego y los otros compañeros del equipo arrastra silla imitaban el gesto que hizo Cacho para esquivar la patada doble, los lava plato no hacían más que agachar la cabeza y tragarse el enojo.

Pero en el fondo, una escena que casi nadie pudo captar sucedía a espaldas de toda la alegría y la tristeza que se diferenciaba solo por la pertenencia a un equipo u otro.

Luego de recibido el gol, el arquero quedó tendido en el suelo, con los ojos mirando al cielo, maldiciendo, buscando una explicación. La humillación lo dominó y sacó un cuchillo de sus calzones, cuando se dispuso a cortar sus venas, un fotógrafo que bien podía ser un viejo loco que observaba el juego desde atrás del arco se acercó con un tono muy dulce y comprensivo, propio de la experiencia de los sinsabores de la vida y ya superado por tanta idiotez en torno al deporte,  susurró en su oído: “Flaco, flaco…descolgala que estaba en orrsai”

@alebarrios

Un domingo en la ciudad

Subimos a la altura de Mercedes y Amorín. Eramos 3, Andrea, Miguel y yo. El viaje era similar al de cualquier Domingo a esa hora con ese rumbo. El ómnibus era de C.O.E.T.C. y hacía calor, íbamos de pie, charlando, con muchas ganas de llegar y bajarnos. El coche estaba lleno de hinchas del Club Atlético Peñarol y su destino era «El Estadio Centenario» El rival de turno era el «Club Sportivo Cerrito»

Los fanáticos tienen por costumbre «tomar y atrincherarse» en el fondo del ómnibus que los traslada, ésta situación milagrosamente mantiene a las viejas alejadas de la puerta trasera.

Lo extraño de esta historia se da no porque un plancha trató de balearnos, o tomó el control del volante y arremetió contra la sede tricolor, tampoco porque se pusieron a fumar «pasta base» en el bondi…lamento pero los señores de Canal 4 (para vos Vilar) no van  a tener suerte con esta historia aunque pongan la música de fondo más tétrica que tengan en la discoteca.

Trascurrían pocos minutos desde que habíamos subido pagando cada uno su boleto común. De repente una voz femenina junto con un olor nauseabundo se apoderaron del lugar. El olor tenía motivo de ser gracias a la presencia de un señor que a mi lado vestía campera celeste, marmolada  y la gran cantidad de mugre que ésta poseía. Sin embargo la voz provenía del «asiento del guarda» que en esta feliz ocasión tiene a bien ser de una mujer. Expuesta, harta, malhumorada jamás habría pensado que una empleada del servicio de transporte colectivo capitalino sería capaz de algo así. Alzó su voz contra todo el coche y no gritó ningún tipo de «sigan pasando» ni nada por el estilo. Simplemente dijo – ¿A VOS QUIEN TE PAGA EL BOLETOOOoooo?

[Silencio sepulcral de parte de todos los pasajeros que rápidamente la observaron con cara de «estas muuuyy mal»]

Este silencio no generó más que una furia tremenda y con sus ojos tomando el tinte de la camisa de U.C.O.T. exclamó  – ¡¡Sii, A VOOOSS!! ¿QUIEN TE PAGA EL BOLETO?

La sorpresa de todos era mayúscula y los barra brava de Peñarol se preguntaban entre ellos si todos habían mostrado el arma para que no los molestaran.

Una pequeña voz resonó desde el fondo.

-Yo pedí permiso para subir por atrás.- exclamó el sujeto de la minúscula potencia vocal.

-¿AAHHH SIIIii? ¿A QUIÉN LE PEDISTE PERMISOOO? Incisivamente consulto la guarda cada vez más ofuscada.

-Al chofer – Respondió el voluntario para la puteada más grande de la historia.

En este instante la situación cambió. Todo el odio y la furia que manifestaba nuestra guarda de turno para con el usuario del transporte colectivo capitalino se volcó de un solo movimiento hacía nada más y nada menos que su compañero de trabajo.

– ¿Vos lo dejaste subir por atrás? – Interrogo con mayor agudeza que la vez anterior.

-Si…yo lo dejé – Respondió el chofer con la voz de un niño que sabe que la embarro hasta el fondo.

– ¡¡PARA EL ÓMNIBUS!! – Dijo de forma que nos sorprendió a todos y respondimos mirando con nuestra mejor cara de «¿me estás jodiendo?»

– ¡¡GULP!! – fue la mayor reacción del chofer.

– ¡¡QUE LO PAAAREEEEESSSS!!

– FFFFIIIIII – (Onomatopeya de la flor de frenada que dio el chofer)

– ¡Toma! La señora guarda imprimió el boleto en la super moderna maquina y se lo alcanzo por la ventanilla al chofer que ya se encontraba abajo del ómnibus.

La gente comenzó a murmurar, la cara de la guarda era increíble. Su rostro estaba rojo, su color de pelo rubio me hice la tinta hace 3 meses, y su boca torcida la convertían en una especie de Rocky Balboa Uruguayo pero en una versión bastante más plancha. Los comentarios eran del tipo «No podes», «Daaaleeee Cooorrnuuuuudoooo», «Tenemos que llegar al estadio» y el infaltable «hay gente que tiene que llegar a trabajar, daaaleee cheee»

De repente se escucho – ¿No tenes cambio flaco? Paaa…bueno aguanta. – El chofer volvió hacia la ventanilla de la guarda y le alcanzó un billete de $ 20.

– Toma los $ 4 de vuelto. Apúrate – Insistió la señora de la felicidad pronunciada en el rostro.

El chofer volvió corriendo hasta la puerta de atrás del coche y le dio en la mano el cambio al generador del conflicto. La hinchada aurinegra no lo soportó más y comenzó a aplaudirlo entre elogios e insultos.

El conductor una vez más se desplazó sobre sí mismo a una velocidad patética, simulando como si quisiera correr.

Al subir al ómnibus recibió aplausos de más de la mitad de los pasajeros. Su rostro estaba sonrojado por la verguenza, el de la guarda estaba rojo por la furia. De todos modos se había salido con la suya, logro cobrar el boleto sin moverse y humilló al chofer por faltar a las reglas.

Por algo pusieron a las mujeres a trabajar como guarda de ómnibus.

Alejandro Barrios

La Muerta

A Susana Listanti

 

Flotaba en el agua, su cuerpo estaba totalmente destruido por las piedras. La presión de las cataratas la había golpeado una y otra vez contra el fondo, rasgando sus prendas, su piel y su alma.

Ellos caminaban como todos los turistas, pero al ver esto ya no deseaban continuar. Ella no pudo evitar imaginarse en esa situación. Él trataba de justificar lo que entendía era un suicidio.

La muerta seguía flotando y su cuerpo se golpeaba contra todo lo que se cruzaba frente a ella, el espectáculo era inmundo.

Rápidamente los guías explicaron que la muerta se había suicidado saltando desde lo más alto de la catarata. Nadie tenia por que creerles, pero la gente no se detuvo un solo momento para cuestionarlo, solo abrieron sus bocas, sus ojos y absorbieron la  información, como si de un noticiero se tratara. Ella siguió el caso por internet luego de regresar a su país, finalmente descubrieron que «La Muerta» había sido asesinada por su esposo, el tenía una amante y no tenía el coraje suficiente para dejarla, pero si lo tuvo para acabar con su vida.

En las profundidades de la catarata aún pueden encontrarse restos de su ropa, atrapados y destruidos.

Años más tarde, el asesino apareció en la misma catarata, flotando, y su amante en prisión. Nunca se supo si efectivamente ella decidió tomar la misma fórmula para deshacerse de él, pero hasta el día de hoy, en la catarata, se observa a la sombra de una mujer, empujando hacia abajo a un hombre y mientras ríe a carcajadas salta al fondo del agua.

Alejandro Barrios

Camino al trabajo

Acaba de sonar el celular…el puto celular capaz de despertarme todas las mañanas. También las noches. A veces me pregunto ¿para qué uso el celular? La respuesta es sencilla, para que me despierte, pero no a las 4 de la mañana.

8:40 A.M.  El celular de mierda no sonó. Ahora llego tarde al trabajo por culpa de este aparato de porquería, ¿por qué no se seguirán usando los despertadores viejos a cuerda que no fallaban nunca? Solo se les terminaba la cuerda y no sonaban, o adelantaban y te llamaban a las 4 de la mañana. No sé.

Después de putear al gato que no dejaba de ronronear entre mis piernas mientras corría apurado desde la puerta del dormitorio, pasando por la cocina y tirándome contra el placard que tengo en el living, (ya que en mi cuarto no entra nada más que mi cama), logré vestirme y bajar las escaleras, la limpiadora estaba pasando el trapo de piso húmedo y casi me caigo al suelo de cabeza ni bien puse un pie fuera de mi apartamento.

Algo me decía que esto no terminaría muy bien.

Logré controlar mi cuerpo para no caer al suelo húmedo, sentí un odio tan grande por la limpiadora que simplemente hacía su trabajo que sentí más ganas de putearla que a mi gato.

Le dije “buenos días” con la cara de calentura más sincera que se podía tener a esa altura de la jornada ¿Qué altura de la jornada era?  Las 9:10 A.M. Se había hecho evidente para mí que no llegaría en hora a trabajar, pero no por eso debía llegar más tarde de lo que correspondía a un pequeño retraso.

Al salir por la reja de casa hacia la calle descubrí al cuidacoches escondiendo un ladrillo de marihuana entre las rejas de la casa de al lado y el sótano del edificio.

Doblé la esquina y sentí que era otra persona, sentí que ya estaba más tranquilo, podía respirar tranquilamente y sentir el cálido humo de porquería que lanzaban todos los ómnibus interdepartamentales. Claro, había tomado la calle Paysandú y solo allí pasan todos los ómnibus, viejos, nuevos, sanos y destrozados. Todos en la calle que me llevaba hasta mi trabajo. Al caminar pude sentir una breve brisa, fresca, similar a las que uno disfruta en la infancia cuando sale de paseo con los abuelos. En ese instante breve, eterno para el alma, tan noble para el corazón me putearon de arriba abajo, no me dí cuenta que la brisa me encontró en la mitad de la calle y una camioneta que venía con un flete llena de muebles y un colchón sobre el techo atado de mala manera estaba por caer sobre mí a causa de la frenada repentina si no me corría rápido, el chofer un repostero de unos 50 y tantos años, pero con una desprolijidad digna de ser fotografiada para evaluar si es cierto o no que alguien pueda caer en semejante estado de abandono, me dijo desde que era «un pelotudo” hasta cosas que me avergonzaría de escribir. Simplemente me limite a mandarlo al carajo. Nadie se ofendería por tan poco. Retomando el camino, retomando la brisa, retomando la calma.

Descubro un árbol con un letrero casero que dice “Prof. de Literatura.  506 79 11”, debería consultar, pienso. Siento la necesidad de volver a estudiar mientras camino hacia mi trabajo. Intuitivamente comprendí el misterio. Soy un infeliz.

El camino a mi trabajo no era largo pero parecía ser una jornada destinada a encontrar nuevas cosas, mientras “la vida”, me impedía llegar a cumplir con mis obligaciones. Trabajar, estudiar, pagar deudas o en el peor de los casos endeudarme, hoy en día esta es «una obligación”

Con estos pensamientos en mi mente me acerqué a la parte más densa del recorrido…desde Paysandú y Libertador hasta Colonia y Libertador. Es la parte más densa ya que es una especie de repecho interminable. Comenzó a llover, el viento soplaba y el ascenso del monte Libertador era cada vez más duro,

los estudiantes se cubrían con sus mochilas y las señoras con las bolsas. Su preocupación: El pelo.

Yo trataba de apurarme y el olor a humedad iba en aumento. Un ómnibus paso rápidamente y me mojo hasta las rodillas, solo lo observé mientras se alejaba.

Al llegar a Colonia y Río Branco comencé el último ascenso hacia 18 de Julio, no debía llegar hasta allí, la oficina queda un poco antes. Pero mi viaje se vio interrumpido ante tremenda sorpresa. La lluvia, el cansancio, la hora, la infelicidad, el ómnibus que me había mojado, todo eso dejo de importar.

La camioneta del fletero estaba parada en la puerta de mi trabajo.

Volví caminando a casa, sonriente, con ganas de mojarme más. Llamé y expliqué que había pasado por muchas dificultades. Me tomé el día para pensar y replantearme lo que viví. Después de eso, empecé a escribir.

Alejandro Barrios