Acaba de sonar el celular…el puto celular capaz de despertarme todas las mañanas. También las noches. A veces me pregunto ¿para qué uso el celular? La respuesta es sencilla, para que me despierte, pero no a las 4 de la mañana.
8:40 A.M. El celular de mierda no sonó. Ahora llego tarde al trabajo por culpa de este aparato de porquería, ¿por qué no se seguirán usando los despertadores viejos a cuerda que no fallaban nunca? Solo se les terminaba la cuerda y no sonaban, o adelantaban y te llamaban a las 4 de la mañana. No sé.
Después de putear al gato que no dejaba de ronronear entre mis piernas mientras corría apurado desde la puerta del dormitorio, pasando por la cocina y tirándome contra el placard que tengo en el living, (ya que en mi cuarto no entra nada más que mi cama), logré vestirme y bajar las escaleras, la limpiadora estaba pasando el trapo de piso húmedo y casi me caigo al suelo de cabeza ni bien puse un pie fuera de mi apartamento.
Algo me decía que esto no terminaría muy bien.
Logré controlar mi cuerpo para no caer al suelo húmedo, sentí un odio tan grande por la limpiadora que simplemente hacía su trabajo que sentí más ganas de putearla que a mi gato.
Le dije “buenos días” con la cara de calentura más sincera que se podía tener a esa altura de la jornada ¿Qué altura de la jornada era? Las 9:10 A.M. Se había hecho evidente para mí que no llegaría en hora a trabajar, pero no por eso debía llegar más tarde de lo que correspondía a un pequeño retraso.
Al salir por la reja de casa hacia la calle descubrí al cuidacoches escondiendo un ladrillo de marihuana entre las rejas de la casa de al lado y el sótano del edificio.
Doblé la esquina y sentí que era otra persona, sentí que ya estaba más tranquilo, podía respirar tranquilamente y sentir el cálido humo de porquería que lanzaban todos los ómnibus interdepartamentales. Claro, había tomado la calle Paysandú y solo allí pasan todos los ómnibus, viejos, nuevos, sanos y destrozados. Todos en la calle que me llevaba hasta mi trabajo. Al caminar pude sentir una breve brisa, fresca, similar a las que uno disfruta en la infancia cuando sale de paseo con los abuelos. En ese instante breve, eterno para el alma, tan noble para el corazón me putearon de arriba abajo, no me dí cuenta que la brisa me encontró en la mitad de la calle y una camioneta que venía con un flete llena de muebles y un colchón sobre el techo atado de mala manera estaba por caer sobre mí a causa de la frenada repentina si no me corría rápido, el chofer un repostero de unos 50 y tantos años, pero con una desprolijidad digna de ser fotografiada para evaluar si es cierto o no que alguien pueda caer en semejante estado de abandono, me dijo desde que era «un pelotudo” hasta cosas que me avergonzaría de escribir. Simplemente me limite a mandarlo al carajo. Nadie se ofendería por tan poco. Retomando el camino, retomando la brisa, retomando la calma.
Descubro un árbol con un letrero casero que dice “Prof. de Literatura. 506 79 11”, debería consultar, pienso. Siento la necesidad de volver a estudiar mientras camino hacia mi trabajo. Intuitivamente comprendí el misterio. Soy un infeliz.
El camino a mi trabajo no era largo pero parecía ser una jornada destinada a encontrar nuevas cosas, mientras “la vida”, me impedía llegar a cumplir con mis obligaciones. Trabajar, estudiar, pagar deudas o en el peor de los casos endeudarme, hoy en día esta es «una obligación”
Con estos pensamientos en mi mente me acerqué a la parte más densa del recorrido…desde Paysandú y Libertador hasta Colonia y Libertador. Es la parte más densa ya que es una especie de repecho interminable. Comenzó a llover, el viento soplaba y el ascenso del monte Libertador era cada vez más duro,
los estudiantes se cubrían con sus mochilas y las señoras con las bolsas. Su preocupación: El pelo.
Yo trataba de apurarme y el olor a humedad iba en aumento. Un ómnibus paso rápidamente y me mojo hasta las rodillas, solo lo observé mientras se alejaba.
Al llegar a Colonia y Río Branco comencé el último ascenso hacia 18 de Julio, no debía llegar hasta allí, la oficina queda un poco antes. Pero mi viaje se vio interrumpido ante tremenda sorpresa. La lluvia, el cansancio, la hora, la infelicidad, el ómnibus que me había mojado, todo eso dejo de importar.
La camioneta del fletero estaba parada en la puerta de mi trabajo.
Volví caminando a casa, sonriente, con ganas de mojarme más. Llamé y expliqué que había pasado por muchas dificultades. Me tomé el día para pensar y replantearme lo que viví. Después de eso, empecé a escribir.